lunes, 11 de octubre de 2010

Incongruencia

Pueden decir que se
quema el talante
de la noche;
algo crece en la espina,
esa separación;
tierna caricia sobre
el río de huellas entre los faroles.

Lo han intentado,
algunos tienen una marca;
conocen,
incluso,
el nombre de las gaviotas.

Y a veces paso
de aquellos.
Mundo todo en
que ya no pido los
cristales.

¿Para qué nombramos,
entonces, la inmovilidad?
De nada sirve
que se vaya el cuerpo
con la arena.

Algo hay que no recuerdo:
nunca se corregirá
tanta urgencia;
ellos olvidaron la
simple roca de las tardes,
y yo no sé cómo se
apaga el camino.

sábado, 28 de agosto de 2010

En tanto que...

Los círculos
nada tienen que ver
en todo esto.

Es sólo una emoción
impasible,
una herida que se
filtra en la noche de
los corales.

Viento,
viento ominoso,
nómada viento de
carne,
viento de mármol
de caderas de esfinge.

Viento-círculo,
enigma falaz entre
la raíz de un buitre
y el antiguo espasmo de los
senderos.

Intangible
digresión del espejo.

Pacto que termina
con el esqueleto de
una bestia moldeada
en el aliento de las espinas.

En la primacía de dibujarse
con labios de templo;
labios de polvo,
de única entrada a la
fortaleza del sueño.

Infinidad, quizá.
Solamente infinito,
palabras que en vano
buscan un rezo de
soledad,
muerte,
eco.

sábado, 7 de agosto de 2010

Somos de la
arena, a veces,
de la playa y las
sirenas que enloquecen
con el fondo de
algún barco.

Sólo
en la trayectoria
de la soledad
se refleja el vestigio,
una historia
atrapada en los cristales
que no
alcanzan,
no llegan a rozar el
centro de los sonidos.

Quizá un grito:
se resiste la mañana
que, alejándose,
esconde los astros
sobre alas de espuma y
lluvia.

Rastro

Se vuelven
bestias,
rondan su propia estela
con unas fauces discretamente
guardadas en la sombra
o en la figura que proyectan
contra el polvo.

Dejan de arrodillarse,
no asisten a las misas,
se reflejan en la espina
de la verdad
sin permanecer inmóviles.

Entienden nunca,
no caminan por los laberintos,
ni juegan a los sabores.

Odian el aroma de la luna
y el color del viento.
No quieren despojarse
de sí.
Se hunden solos,
llevando a todo lugar su sepultura.

Arriesgan lo que sea,
se extravían
habitualmente
y son fáciles de encontrar.
Nunca están ahí,
ni en otro lado.

A veces
no les alcanza la voz,
se alejan de cualquier pétalo.
No responden
y jamás pedirán
una respuesta.

Son anónimos.
Saben morir
con gracia;
todo lo aceptan
y encarnan.
Toman prestado un sólo ojo
para utilizarlo nunca.

Son inconscientes,
malditos,
exiliados por un tumulto
de manos terrenales
que los apuntan al mismo tiempo.

Y sólo recuerdo que intentan
la tarde;
intencionalmente
se les dibuja una fecha
o una canción.
Son un propósito,
sólo una vez y para siempre.

Prescinden
de los otoños.
Insisten en
esquivar las hojas,
su espeluznante ruido,
el absurdo de tocarse
los muslos con la dentadura.
Todo es tan raro, sí.

No sé cuándo se volvieron
tan insoportables,
tan poco nítidos.
Aún no sé
cuándo comenzaron a
mentir con la lengua enroscada
en las esferas
de su propia despedida.

Se regocijan.
Viven sin prestar
atención
y van sobre las rectas
siempre,
arrullando su tristeza
en pequeños cántaros
de madera y piel.

Notan que hanse
quedado completamente solos,
pero no se vuelven
de agua,
no cierran las ventanas,
no cambian las sábanas,
ni el color de la cocina.

Todo les llega sin dar señales,
aunque es nada,
y lo tiran en el umbral;
lo plantan a un lado
del pequeño letrero
en el piso,
justo debajo
de algún semidiós
que se destruye
sin que lo toquen.

Difícilmente aceptarán
el rito de vivir.
Será imposible,
además,
llevarlos al paraíso
o al infierno.

Allí quedan.
Donde nadie
alcanza a llegar,
cerca de la
completa lejanía.

Ellos
-nosotros-
nunca dejarán
de ser los mismos.








“Los amorosos son locos, sólo locos, sin
Dios y sin diablo”

J.S.

viernes, 25 de junio de 2010

Tríptico de visiones

Este ojo se sostiene con
pequeñas perlas.

A un lado hay un trazo
que guarda la llama,
que se tiende al antiguo
aroma de las oraciones,
y se apaga y tiembla,
y sigue temblando.

No se derriten las máscaras.
Se nubla el sonido
de un amanecer estrangulado
con sus propios alambres,
mientras el fondo de la ceniza
mantiene su nuevo cuerpo.

Pero no me des forma,
mírame ahora que pierdo
la trayectoria de los barcos,
en la tímida decadencia
que me brota de las palabras.

Mírame desde lejos
y sin mirar,
mírame con tus dedos
de ave,
con esas extremidades
que sumerges tiernamente
en la coraza de lo invisible.

Fija tu caída en otro lugar,
impacta
contra cualquier sonido,
piérdete como yo,
sin buscar eso que persiguen las venas,
imaginando círculos
y mentiras,
salvando lo que no se puede conservar.

Pero se alejan las últimas
pisadas
y la multitud es ahora esa perla,
un camino de bestias y gritos
haciendo espiral
entre un momento y otro.

lunes, 14 de junio de 2010

Impreciso

Falta que se mueva una visión de alba

antigua cáscara de tranquilidad y olvido,

sangrante,

gastado y líquido,

gélido caer de médulas plomizas

que se unen y van rasgando

una a una

el momento de la inmensidad.


Falta que el error tenga esferas;

farsas tornando la vulnerabilidad

de los espejos,

del verdadero signo,

ese fragmento que se despoja

al estar nunca y siempre

en la extasiada fugacidad

de las luciérnagas.


Porque se diluye la fragilidad,

la muerte de la muerte

en la plenitud y lo complejo,

dolorida e incapaz,

cansada de ser sombra volátil,

raspando el cristal con la mandíbula

vuelta hacia la profundidad,

buscando un caparazón en la ventana

de una lluvia sin huesos ni remembranza.


Pues se ha de ir por la pradera

cayendo alguna vez a la espiral

errante que no se sostiene

en encantos o en la cavilación

de breves augurios.


Y se basta en sí,

simples ángeles suben un portal

que se dibuja inalcanzable

y se contiene de contemplar

con los ríos de la figura desarticulada

que plasma sólo un costado de su trino,

imagen de los débiles en la mar.

jueves, 3 de junio de 2010

Poesía inacabada

Te doy este estúpido canto de gorriones
noches desgarrando la pupila
manchando la voz de silencio
la claridad que se endurece por algún rayo

Ya soy para el tiempo y las palabras
el vértigo extraño de caer solo
de sólo caer en el sudor
que sostiene mi regreso
de sólo tejer la situación
otra vez solo

Siempre quiero ser eso nuevo
el corazón que se abre como una palma
la muerte que todos desean
el deseo ése por el que mueren

Y me abstengo de los símbolos
me rompo la cabeza misma contra las nubes.

martes, 6 de abril de 2010

Ilación de oblicuidades

Siempre queda avidez tras la roca en nuestro costado: hay fugacidad también en lo eterno; hay laceradas estelas de larva. Bulle la bestialidad; el animal espectro de las letras; la inconsciente aniquilación de los vapores y las imágenes congeladas. Siempre araño la párvula representación del cielo en los brotes de la inmovilidad, estatuaria corteza, lenguas que fingen encuentros bajo un cruel filo de vacuidades.
Todo es presencia invisible de lo antiguo, lo que rompieron amplias bocas en el cristal… así, dulcemente se nos mueren la súplicas, se nos va desangrando una tentación entre los capullos nocturnos de cualquier viaje.
Y es que la tarde es tan pausada sombra de albas segmentadas que, a razón del tiempo en que se desmorona todo, dejan de ser las calles y las distancias: verdad de esto que me partió el cuello con una caricia de mano en llamas.
Hay esos fragmentos que enterraron en la costa; sonidos que arranco de esqueletos en ventana de alguna celda; angustias de paraíso abierto por la espalda, raído de sueños y subterráneas palabras de sosiego mecanizado. Como si hubiera ese estallido que limpia las palmas, esa carcajada de milagro líquido. Pero nunca pasa, y siguen los inicios pausados a un lado de la madera y el paladar, rumiando la barrera sutil de algo posible.
Y lo escribo con tranquilidad. Busco en la arena de los sentidos, cráter de ángeles que llovieron desde una garganta de efigie; de gárgola que regresa constantemente a cuando nada había, como los relojes, por nostalgia y soledad. Esto es el momento, golpes que suavemente descubren raíces envenenadas en el camino largo de las venas y los lirios... esto es, un grito pegajoso entre los silenciosos juegos del polen y la carne.
Es por eso y por el aislamiento; es porque me gusta perderme y soportar el calor de los contornos: volcándose y dando tumbos al interior de la bruma. Llegando del corazón mismo de lo intangible, pintando miradas que arden a manera de orlas en la silueta orquestada de la incertidumbre.
Será que merezco la edad de los sueños, en esta mi piel que de nunca sabe y en los todos desconoce inciertas fachadas de tierra; será que de algún modo me quedé absorto en el iris corrupto y las baldosas de mi encierro; que allá, cuando las trompetas anuncien la perdición de la tinta, el viento y los preludios abrirán selectivos cadalsos para los que sigan de pie entre las brasas y la mediación en lo oscuro; será que será famélica tanta espera de arrebatados juegos.
Tenía que decirlo: el final es sólo pequeñas fisuras; quebranto en la tumba de un beso y su tardío devenir; analogía del fuego y el templo en que todo pasa.

lunes, 15 de febrero de 2010

Historias de un árbol muerto.

Poco sé de lo real:
dibujantes imprecisos,
parcas piezas de certeza...
inviolable, tal vez,
entre poco de visión
y mucho de sombra.

Allá es más cerca,
hay un rugir de ceniza,
de dioses sin color
rompiendo telas de sueño.

Allá observa un jaguar
cuando algo brota,
como pausada espiral,
ojo de ciervo en la corteza,
raíz de antiguas almas,
brutalidad
y metal sin hueso.

Un grito segrega los bosques,
cual cicatriz,
desde el suelo al nunca,
y se abren párpados de incienso.

viernes, 5 de febrero de 2010

Yo que nunca pinté la realidad,
yo que ni pensar en un trazo;
que sin saber de lo simple y lo complejo;
que sólo, solo, solía silbar
bajo el frío de los párpados.

Yo que de mí nunca supe
más que poco menos aún que nada,
encontré un azul
-de unicornio y aire-.

Un azul de luna y de canción,
de sueño en sueño.

Yo que basta, para tú, cerrar la vista,
porque te pienso
y extraño,
desde siempre.

Y así es:
hay ojos que dan sentido;
que tienden a hacerse uno,
y mirar la eternidad
en las manos de un cíclope.

A toda hora,
en los relieves de la luz,
y en su ausencia,
cómo te amo.

martes, 26 de enero de 2010

Circular

No es la primera vez que pasa. Carajo...



Caminó varias veces frente a la enorme ventana del Café. Había demasiado ruido en la calle, pero, tal vez, se tratara de ella. Quizá fuera su voz dulce y bien articulada, y esa extraña despedida, pendiendo como un pañuelo o una palabra ansiosa. Aquella única vez; aquel encuentro insignificante, poco menos que casual.
No la vio tras el cristal, y dejó el asunto. Al fin y al cabo, siempre desaparecía, y no tenía caso entrar. El volvería sin haberse ido, y ella seguiría fumando.
Ella sentía una mirada fresca y decidida que tanteaba su cuello sin atinar un roce al menos leve. Como si la mesa del fondo fuera invisible desde el exterior, y sólo penetraran vagos indicios de alguna presencia.
Sí, seguramente el cansancio y la prisa lo hubieran confundido. No había dormido suficiente el día anterior, y todo era extraño y agobiante. Ella fumaba sin cambiar de página y sin probar bocado. No podía recordar con quien acababa de conversar en la entrada. Su memoria se había borrado inadvertidamente, al igual que esa mirada que la rondaba como cada tarde.
Repitiéndose. Sin cambio alguno. Estacionados indeterminadamente en esa escena tan simple.
Llovía. Últimamente llovía a diario.

“El humo era sólo eso. Afuera, la lluvia oscilaba en los brazos de un hombre que se alejaba una sola vez”

¿Por qué no podía sacar eso de su mente? Parecía no bastar con lo de la mujer del pañuelo, palabra, o lo que fuera. No lograba volver en sí. Huía. Inconscientemente se alejaba de todo lo referente a él mismo, en busca de algo prometedor, pero intangible. Pasando una y otra vez por la acera del Café.
Todas las tardes caminando enrarecido, frente a la misma ventana. Y siempre esas palabras incrustadas en su cabeza; ardiendo a lo largo de su boca como una necesidad. Como si no fuera él.
Escuchaba esa voz que, más que voz, pasaría perfectamente por un repiquetear amortiguado, inconstante y nervioso. Estaba preso de un designio estúpido; de una búsqueda fallida desde el inicio. Pasaba una y otra vez frente al Café, y llovía, y su mirada hacía un recorrido rápido por todo el lugar, a sabiendas de que no hallaría nada. El agua lo calaba hasta el hueso, pero de una forma tan conmovedora como inverosímil que ya todo era posible.
No servía. Algo dentro de sí lo incitaba a doblar la esquina y olvidar la ventana, el pañuelo, la palabra y el aroma a tabaco fino. Pero se aferraba y no quería marcharse. Se aferraba al cristal y a la lluvia. Mantenía la ilusión de encontrar algo importante. Algo que se resolvía con las palabras que no lo dejaban tranquilo, aunque no estaba seguro de lo que esperaba encontrar. Tenía imágenes sin aparente sentido, y una indecisión insana. No era gran cosa.
Ella fumaba. Siempre fumaba, y no recordaba la conversación de la entrada, como siempre. De hecho, no recordaba nada y prefería fumar, disfrutar el intento de caricia a su cuello, que sólo llegaba a impactarse en su cabello para perderse otra vez.

“El humo era sólo eso. Afuera, la lluvia oscilaba”

Ella era, hasta cierto punto, interesante, y parecía acatar todo sin problemas; podría hacer algo todavía.
Él, no. Él se borró, y dejó que la lluvia vagara sola por esa melodía incompleta del pasado.
Ella siguió fumando, y no miró al tipo que aparecía diariamente en la mesa de junto con el mismo libro que ella, justo después de que despareciera el desconocido que miraba desde la ventana.
El nuevo tipo era apuesto y, seguramente, afín a ella. Podría pensarse que puesto a propósito en esa mesa, en ese Café, esa incansable tarde lluviosa, por alguien o algo exterior.
Ella fumaba, sin reparar en el actual ciclo que se tejía entre el aroma a café y el humo de cigarrillo.

“El humo era sólo eso”

Todo era propicio, y, aún así, nada pasaría. Ella dependía del invisible asedio de antaño. No se doblegaría ante una perfección tan forzada y común.
Ya no le importaba no saber nunca nada. Pensaba. Intentaba artilugios mentales para simular aquello que la hacía perder la razón. La mirada diestra y fugaz que había desaparecido repentinamente.
No cedió, al igual que el hombre de aire. De nuevo no había forma de avanzar por el mismo camino, y fue necesario comenzar de nuevo.

“El humo”

...siempre hay personajes que quieren una vida, y no queda más que dejarlos ir a donde sólo ellos saben. Pero, “El humo”. Eso me gusta para un inicio. Con esto no habrá problema, supongo.

jueves, 21 de enero de 2010

Recordatorio

Siempre hay una imagen informe detrás del oído. Salta el ardor de lo que tiende a romperse. Hay flores que se abren bajo la tierra, pero nada sangra en las manos del tiempo. Nada rasgará el caudal de nubes que improvisan; aparentes fugacidades devorando espinas con la espalda.
Digo una y otra coraza de ala en metal. El adelanto de un reflejo superpone los cuerpos en lo oscuro, bailando como rojos caminos en una llama de cielo y era.
Y se mueven. Buscan con las sombras del sueño. Un escalón de luz rompe algunas melodías, y reordena otras; exprime corazones de gato en los muros, para encender la noche real.
Nada cambiará. Siempre podré cantar una esperanza irresuelta, lejana, casi imposible; morir en ello; evaporarme en el flujo de lo irrevocable; sacar mi rostro de la tranquilidad.
Debe olvidarse esa palabra sin dueño. Gris, vaga, enterrada en el vientre de la no existencia. Como un virgen presagio de soledad y de quimera escondida entre las plumas de un árbol seco. Debe resignarse a renacer constante y dolorosamente. Sólo así trazará grietas en el punto de partida.
Quizá jugarán a la verdad. Vertiginoso impacto en la roca de agua: es el estoicismo casual de lo creado; nato cernícalo de la fragilidad. Alma con escamas, con altura, evocación de barro, llanuras congeladas de infierno y cal.
El ángel volará entre mariposas muertas; entre olas de ceniza y temporalidad. Más antiguo, imperfecto y roto… tanto como la primordial concepción de sí mismo. De aquí que vuelvan las transparencias en la orilla; pasen de largo los mares y las dunas; broten pasiones de un sol horrorizado en falsas ceremonias.
Dos serpientes susurran la eternidad. Le gritan coléricos rasguños a la tentación.

domingo, 17 de enero de 2010

Ya no le veo como un párrafo que arde en posibilidades muertas; en malos trazos de brillo; en sombras que detonan álgidos momentos.
Ya surgen lacónicas rupturas en el iris, como vidas que rompen la corteza de lo real; que dejan caminos sin vacío y sin origen.
Ya no lo veo como un verso que va tejiendo largas formas de visión –consistentes, eternas- ; líquidas certezas que hacen un dibujo de la palabra extraída de sí. Sacando la precisión al exterior, hasta que las visiones se esfumen con facilidad.
Nada complicado para este color que anda siempre en lo profundo. Sólo eso importa, y que el resto sea como un hilillo de humo que debe alejarse.

sábado, 9 de enero de 2010

Que llevo en los bolsillos,
una desgarrada forma de silencio.
Interrumpida alguna vez
con tibias posibles alas;
con desiguales gotas;
largas formas de cuna
que me hablan
la canción del pasado.

Que mis dedos juegan
con lo que llevo en los ojos;
o con mis costillas
que atienden tu distancia:
haciendo lugar,
rompiendo el resto del todo,
mordiendo los sonidos
que bajan desde mi espalda.

Lo sabe el aroma del mar:
que mi cabeza no zarpa sin ti;
que mis manos ahogan ciclos,
por verte brotar cada mañana;
que sigo las estrellas con la vista,
pero mi alma está contigo siempre.

Y hay la sensación de arder;
de quemar tristes partes de mí,
sin que la vista se altere,
sin que cambie algo.

Vuelan unas cuantas letras,
acumulándose en las baldosas;
buscándome una entrada
en ese lugar al que pertenezco.

martes, 5 de enero de 2010

Retrato hablado de un cómplice

Cada nuevo día. Entre un recuerdo y otro, le llegaba a la mente la fruta incrustada en su espalda. No sabía ni el color, ni la forma. Fuerte y dulce, vagaba desde su omoplato izquierdo hacía todas direcciones: enredándose con marcas y lunares; flanqueando el contorno de cada hueso; dejando una rara estela que, poco a poco, se convertía en su nueva vestimenta, como si fuera una capa adicional de su cuerpo.
Al tiempo, un informe cristal se abría paso entre sus entrañas, buscando salida por las costillas o el pecho. No había manera para captar la idea en su totalidad ¿Qué significaba la fruta? ¿De dónde había salido?
Una herida sin lapso determinado. Estaba un dolor ligero en su memoria, pero no sabía si atribuirlo a la fruta. Grande o pequeña. Ya no era posible saber. Seguramente se hubiese desintegrado, y sólo quedase la sensación, profunda e insistente, que no se apartaba de ningún modo. Y el cristal continuaba buscando salidas; raspando las paredes con una flor de hielo.
Tal vez se limitara al fuerte ardor; al aroma que crecía, tanto en intensidad como en belleza; y a una especie de llama arrastrándose por todo el exterior del cuerpo. Explotando cada nervio. Deformando cada parte por donde movía su ambigua presencia, la cual, no cesaba de ondular, del más terrible y agotador de los pesos, hasta una levedad casi adorable.
Y, al fin, se vio cubierto, completamente, por el fuego y el aroma. Fue entonces que tuvo la última parte del cristal que venía creciendo en lo más desconocido de sí. La fantasía rompió su cáscara; le habló de la escena en el bosque; de la joven que apareció, luego de descubrir una estrella desmembrada, que reposaba en un basurero color sepia. Y algo dijo de unos ojos, por que los cristales realmente saben de eso. Unos ojos, sí.
Enfatizó en el encuentro del bosque. Le contó sobre el beso en la espalda. Lo narró con tal detalle y precisión, que no cabía ni media duda de que algo tuviese que ver.
Le mostró que la fruta provenía de dicho pasaje. Juntó ambas partes de la alusión, y saltó a la vista que no era otra cosa que una ausencia insoportable y cínica, que se mostraba en representaciones de los sueños en que ella aparecía a gritar su nombre bajo un manto azul.
Después, le hizo olvidar todo lo dicho, para que pudiera seguir soñando cada noche con ella, y despertar con la misma sensación en la espalda, hasta el día en que volviese a tenerla consigo para siempre. Como debe ser.
Así pasaba la ausencia. Recordando caricias; miradas; besos… Comparándolas con frutas y sombras, y nubes, y con todo lo posible. Mintiéndose para ocultar la tristeza que lo ahogaba por las noches, y lo hacía temblar junto al reflejo del mundo bajo la luna.
Repitiendo lo mismo cada nuevo sol; guardando todo en un cofre mental, que se abrirá sólo cuando el tiempo sepa que los pies se le están desmoronando; que hay una clase de amor que está fuera de sus manos. Llámese fruta, lejanía, o soledad, siempre se puede salir intacto.
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