Los rayos del sol entraban desmenuzados por las persianas, obligándome a levantarme. El día llegaba acompañado por una ligera ventisca, que a la sombra ponía la piel de gallina. Corrí las persianas y abrí la ventana para ver cómo despertaba el mundo; cómo crujían mis huesos metódicos al estirarse, y dejaba de jadear el viento, invitándome a trotar un rato.
Las nubes ondulaban sobre la ciudad con una calma inusual, y proyectaban su figura ociosa que se arrastraba de un lado a otro, por calles y aceras ¿O el ambiente estaba macilento o de nuevo hacia acto de presencia mi sentimentalismo y mi carencia de ese algo indescifrable que estaba en el aire?
Le di la cuarta vuelta al parque y me senté en la banca de siempre para beber agua. “Hasta el cielo se esta poniendo viejo”, pensé. Lo difícil no era seguirle los pasos al tiempo. El cuerpo era el del problema. Los achaques vienen al cuerpo por razón del cuerpo mismo. Estaba seguro que las malditas caminatas y los cuidados, sólo me quitaban de hacer cualquier actividad que realmente me agradara, pues mis molestias eran de otra índole, aunque el cardiólogo opinara lo contrario. ¿Qué sabia él, si el de los infartos era yo? ¿Quién conocía mejor mi corazón que yo mismo?
Tenia una idea muy vaga de lo que pudiera ser, había pensado en ello tardes enteras, con una taza de café en la mano y el libro en la mesa sin cambiar de pagina. Al final se enfriaba el líquido, el libro permanecía sin leerse, y la duda igual. Estaba seguro que no era la inminencia de la muerte, por que eso me prometía un descanso placentero o al menos otro sitio más agradable. Sentía que ahí no acabaría el asunto, y en eso radicaba todo el problema. Mis cavilaciones y una especie de presentimiento me hacían pensar en que, tal vez, todo fuera mentira. Tenía una fijación insana por esas ideas que nunca me dejaban tranquilo. Pensaba que no existía, que era el sueño de alguna mente atormentada por la idea de las realidades paralelas. Era como si mi tiempo apenas fuera a comenzar, luego de por fin abandonar ese plano que yo sentía como ajeno. Creía ser un despojo de idea, un pensamiento inacabado, un poema defectuoso, un personaje de algún filme que arrojaron cerca de la realidad y se creyó la vida que le dieron como limosna. Creía ser un ente flotando en el universo, a la espera de un cuerpo o un objeto en donde poder acomodarme. Todo tiene su por qué.
Comenzaba a perderle el interés a muchas cosas y a ganar un apego invisible por las simplezas más cotidianas. Posiblemente fuera sólo mi alma, que se aferraba a un capitulo de vida incompleto, o a un asunto suyo que nada tuviera que ver conmigo. Parecía que se aferraba a la vida con las uñas, mientras que yo, por el contrario, deseaba ver del otro lado del río. Cerciorarme de que las dudas de mi existencia y todo lo cercano a mí, eran razonables.
La soledad altera la personalidad y pone, ante los ojos de quien la vive, una realidad incierta e inexplicable. Estaba solo, caminaba a ciegas por un mundo sin muros y sin barandas. Tanteaba el corazón de la nada, para calentarme la yema de los dedos.
Regresé a casa para almorzar algo. Llevaba un paso ligero y concienzudo, me sabía el camino de memoria, y, con la libertad de no tener que prestar atención, me permití distraerme en cualquier cosa que pasaba por delante de mi vista. En aquellos días tan culminantes de mi vida, me era excitante caminar por aquel sitio. Había en ese lugar algo más que el vago peso de mis huellas acumuladas sobre otras huellas. Ese trozo de mundo que albergó mi caminar minucioso por tantos años, me pareció, entonces, una invención mía, como si en mis desvaríos hubiese creado esa caja de recuerdos de tres kilómetros, para tener algo tangible de donde asir mi mano temblorosa, cuando llegara la muerte. Cuando mi sombra se despegara de la tierra, para llevarme del brazo a donde se registra uno para luego empezar a penar y pedir a los vivos un poco de consideración con los asuntos que deja uno pendientes.
Una vez de vuelta en casa y ya después del desayuno, encontré tendido en la cama de mi cuarto, el cuadro que unos días antes había pedido a mi hijo y que prometió llevarme en la semana.
-La pintura que sea, mijo. La que te recuerde a tu viejo, por que voy a ponerle mi cara.
En ella figuraba un fondo rojo que daba la impresión de ser algún tapiz antiguo. Era un rojo constituido por muchos rojos en distintas tonalidades, que, a simple vista, pasaban imperceptibles. Ese detalle me agradó bastante.
Del cuadro emergía una ausencia de ésas que parecen una palabra sostenida entre el aire y la punta de la lengua, como algo suspendido entre lo deseado y lo llevado a cabo. Obligaba a pensar que, sin duda, alguien tenía que estar en el cuadro. A ese fondo tan excepcional le hacía falta un personaje afín con la apariencia triste y desgarradora que proyectaba. Era perfecto acomodar ahí el rostro con el que tal vez me recordarían mi hijo, su esposa y mis nietos.
Luego de ducharme, contemplé la pintura por varias horas. ¿Por qué buscar un pretexto tan pueril para acercarme a mi hijo luego de tanto tiempo?, pensaba. El cuadro pude haberlo ido a comprar yo sin problema alguno.
Me invadieron iracundas conjeturas, y un sonido agudo, proveniente de algún lugar de la casa, penetraba mis oídos y parecía buscar salida a través de mi cráneo. Mi cuerpo se movía al ritmo de la música que provocan los objetos en los caserones, y en el calor de la casa flotaba un aroma adusto, que parecía salir del cuadro tendido en la cama. Me despabilé del ensueño en que me tenían esas cosas y colgué el cuadro sobre la cabecera. Ya luego lo mandaría a arreglar con mi foto.
Al día siguiente sentía una extraña repulsión al pensar en hacer ejercicio; en los cúmulos de saliva que me hacían atragantarme y no poder respirar; en el sudor que se me pegaba a la camiseta; en el olor. Todo lo que pasaba y nunca me había dado cuenta.
La mañana entera y parte de la tarde las usé en leer; en mirar fotografías del antiguo y enorme álbum de cuando joven; y en seguir por la ventana, el vuelo de las aves que se descolgaban del cielo con rápidos movimientos.
Mientras miraba el álbum, noté que había tenido una buena vida, después de todo. Viví la juventud como me vino en gana y nunca me preocupé por ninguna cosa que no fuera pasarla bien. Llegue a querer muchas cosas y a odiar otras. Reí, lloré, soñé, tuve miedo, corrí, me arrastré ebrio por las calles más inmundas de la ciudad, tiré gritos al aire, pedí deseos a las estrellas, pedí deseos a las personas, creí en muchas cosas, confié ciegamente en el futuro cada nuevo presente.
Algo que nunca logré, fue educar al único ser en el mundo al que le corría mi sangre. Nos faltó complementar nuestras soledades; nos faltó compartir lo bueno y lo malo que la vida nos ponía enfrente. Siempre estuve más preocupado por mi trabajo; por mi absurda teoría de la reencarnación; por mi plaza como profesor de metafísica. Siempre era yo y después el resto del mundo.
Pasaron algunos días y todo continuaba igual. Sólo que la mañana de aquel sábado en que me levanté sudando por el dolor y la asfixia, trajo consigo un viento fuerte, como el viento de cuando entierran a alguien. Los vientos sólo así bajan a ver la mudanza de las almas. Vaya indirecta.
Ni siquiera intenté llamarle al doctor o a mi hijo o a cualquier persona. Me senté en la silla a un lado de la ventana y miré al cielo, donde las nubes se desbarataban para todos lados y dibujaban las más extrañas figuras. Apretando fuertemente mi brazo izquierdo y presa de un horrible temblor en todo el cuerpo, me di cuenta de la simpleza de los últimos minutos. No tenia nada de especial o de extraño. Era como quedarse dormido, pero sin despertar.
Cerré los ojos, luego de echarle una rápida mirada al cuadro, aún vacío, sobre la cabecera, y me quede recargado en el respaldo de la silla mientras mi alma salía por la ventana y se perdía en el cuerpo del aire.
En la tienda de la calle principal se alcanza a ver un cuadro decorativo, donde figura un hombre mayor, superpuesto sobre un fondo rojo intenso. Tiene los ojos cerrados y los labios tratando de dibujar una sonrisa. Un brillo en diagonal resalta su cabello plateado, como si el sol lo iluminara con cierto énfasis. Es una de esas caras anónimas que nos provocan ternura y nos hacen pensar en algo misterioso. Todos esos rostros en las pinturas de los aparadores son personajes inventados por algún artista, pero, tal vez, tengan alguna historia y no sean simples pinceladas en un lienzo. Porque esos anónimos, con sus miles de rostros distintos, transmiten sentimientos que sólo la vida logra imprimir en la piel y en la escarcha del cabello.