martes, 26 de enero de 2010

Circular

No es la primera vez que pasa. Carajo...



Caminó varias veces frente a la enorme ventana del Café. Había demasiado ruido en la calle, pero, tal vez, se tratara de ella. Quizá fuera su voz dulce y bien articulada, y esa extraña despedida, pendiendo como un pañuelo o una palabra ansiosa. Aquella única vez; aquel encuentro insignificante, poco menos que casual.
No la vio tras el cristal, y dejó el asunto. Al fin y al cabo, siempre desaparecía, y no tenía caso entrar. El volvería sin haberse ido, y ella seguiría fumando.
Ella sentía una mirada fresca y decidida que tanteaba su cuello sin atinar un roce al menos leve. Como si la mesa del fondo fuera invisible desde el exterior, y sólo penetraran vagos indicios de alguna presencia.
Sí, seguramente el cansancio y la prisa lo hubieran confundido. No había dormido suficiente el día anterior, y todo era extraño y agobiante. Ella fumaba sin cambiar de página y sin probar bocado. No podía recordar con quien acababa de conversar en la entrada. Su memoria se había borrado inadvertidamente, al igual que esa mirada que la rondaba como cada tarde.
Repitiéndose. Sin cambio alguno. Estacionados indeterminadamente en esa escena tan simple.
Llovía. Últimamente llovía a diario.

“El humo era sólo eso. Afuera, la lluvia oscilaba en los brazos de un hombre que se alejaba una sola vez”

¿Por qué no podía sacar eso de su mente? Parecía no bastar con lo de la mujer del pañuelo, palabra, o lo que fuera. No lograba volver en sí. Huía. Inconscientemente se alejaba de todo lo referente a él mismo, en busca de algo prometedor, pero intangible. Pasando una y otra vez por la acera del Café.
Todas las tardes caminando enrarecido, frente a la misma ventana. Y siempre esas palabras incrustadas en su cabeza; ardiendo a lo largo de su boca como una necesidad. Como si no fuera él.
Escuchaba esa voz que, más que voz, pasaría perfectamente por un repiquetear amortiguado, inconstante y nervioso. Estaba preso de un designio estúpido; de una búsqueda fallida desde el inicio. Pasaba una y otra vez frente al Café, y llovía, y su mirada hacía un recorrido rápido por todo el lugar, a sabiendas de que no hallaría nada. El agua lo calaba hasta el hueso, pero de una forma tan conmovedora como inverosímil que ya todo era posible.
No servía. Algo dentro de sí lo incitaba a doblar la esquina y olvidar la ventana, el pañuelo, la palabra y el aroma a tabaco fino. Pero se aferraba y no quería marcharse. Se aferraba al cristal y a la lluvia. Mantenía la ilusión de encontrar algo importante. Algo que se resolvía con las palabras que no lo dejaban tranquilo, aunque no estaba seguro de lo que esperaba encontrar. Tenía imágenes sin aparente sentido, y una indecisión insana. No era gran cosa.
Ella fumaba. Siempre fumaba, y no recordaba la conversación de la entrada, como siempre. De hecho, no recordaba nada y prefería fumar, disfrutar el intento de caricia a su cuello, que sólo llegaba a impactarse en su cabello para perderse otra vez.

“El humo era sólo eso. Afuera, la lluvia oscilaba”

Ella era, hasta cierto punto, interesante, y parecía acatar todo sin problemas; podría hacer algo todavía.
Él, no. Él se borró, y dejó que la lluvia vagara sola por esa melodía incompleta del pasado.
Ella siguió fumando, y no miró al tipo que aparecía diariamente en la mesa de junto con el mismo libro que ella, justo después de que despareciera el desconocido que miraba desde la ventana.
El nuevo tipo era apuesto y, seguramente, afín a ella. Podría pensarse que puesto a propósito en esa mesa, en ese Café, esa incansable tarde lluviosa, por alguien o algo exterior.
Ella fumaba, sin reparar en el actual ciclo que se tejía entre el aroma a café y el humo de cigarrillo.

“El humo era sólo eso”

Todo era propicio, y, aún así, nada pasaría. Ella dependía del invisible asedio de antaño. No se doblegaría ante una perfección tan forzada y común.
Ya no le importaba no saber nunca nada. Pensaba. Intentaba artilugios mentales para simular aquello que la hacía perder la razón. La mirada diestra y fugaz que había desaparecido repentinamente.
No cedió, al igual que el hombre de aire. De nuevo no había forma de avanzar por el mismo camino, y fue necesario comenzar de nuevo.

“El humo”

...siempre hay personajes que quieren una vida, y no queda más que dejarlos ir a donde sólo ellos saben. Pero, “El humo”. Eso me gusta para un inicio. Con esto no habrá problema, supongo.

jueves, 21 de enero de 2010

Recordatorio

Siempre hay una imagen informe detrás del oído. Salta el ardor de lo que tiende a romperse. Hay flores que se abren bajo la tierra, pero nada sangra en las manos del tiempo. Nada rasgará el caudal de nubes que improvisan; aparentes fugacidades devorando espinas con la espalda.
Digo una y otra coraza de ala en metal. El adelanto de un reflejo superpone los cuerpos en lo oscuro, bailando como rojos caminos en una llama de cielo y era.
Y se mueven. Buscan con las sombras del sueño. Un escalón de luz rompe algunas melodías, y reordena otras; exprime corazones de gato en los muros, para encender la noche real.
Nada cambiará. Siempre podré cantar una esperanza irresuelta, lejana, casi imposible; morir en ello; evaporarme en el flujo de lo irrevocable; sacar mi rostro de la tranquilidad.
Debe olvidarse esa palabra sin dueño. Gris, vaga, enterrada en el vientre de la no existencia. Como un virgen presagio de soledad y de quimera escondida entre las plumas de un árbol seco. Debe resignarse a renacer constante y dolorosamente. Sólo así trazará grietas en el punto de partida.
Quizá jugarán a la verdad. Vertiginoso impacto en la roca de agua: es el estoicismo casual de lo creado; nato cernícalo de la fragilidad. Alma con escamas, con altura, evocación de barro, llanuras congeladas de infierno y cal.
El ángel volará entre mariposas muertas; entre olas de ceniza y temporalidad. Más antiguo, imperfecto y roto… tanto como la primordial concepción de sí mismo. De aquí que vuelvan las transparencias en la orilla; pasen de largo los mares y las dunas; broten pasiones de un sol horrorizado en falsas ceremonias.
Dos serpientes susurran la eternidad. Le gritan coléricos rasguños a la tentación.

domingo, 17 de enero de 2010

Ya no le veo como un párrafo que arde en posibilidades muertas; en malos trazos de brillo; en sombras que detonan álgidos momentos.
Ya surgen lacónicas rupturas en el iris, como vidas que rompen la corteza de lo real; que dejan caminos sin vacío y sin origen.
Ya no lo veo como un verso que va tejiendo largas formas de visión –consistentes, eternas- ; líquidas certezas que hacen un dibujo de la palabra extraída de sí. Sacando la precisión al exterior, hasta que las visiones se esfumen con facilidad.
Nada complicado para este color que anda siempre en lo profundo. Sólo eso importa, y que el resto sea como un hilillo de humo que debe alejarse.

sábado, 9 de enero de 2010

Que llevo en los bolsillos,
una desgarrada forma de silencio.
Interrumpida alguna vez
con tibias posibles alas;
con desiguales gotas;
largas formas de cuna
que me hablan
la canción del pasado.

Que mis dedos juegan
con lo que llevo en los ojos;
o con mis costillas
que atienden tu distancia:
haciendo lugar,
rompiendo el resto del todo,
mordiendo los sonidos
que bajan desde mi espalda.

Lo sabe el aroma del mar:
que mi cabeza no zarpa sin ti;
que mis manos ahogan ciclos,
por verte brotar cada mañana;
que sigo las estrellas con la vista,
pero mi alma está contigo siempre.

Y hay la sensación de arder;
de quemar tristes partes de mí,
sin que la vista se altere,
sin que cambie algo.

Vuelan unas cuantas letras,
acumulándose en las baldosas;
buscándome una entrada
en ese lugar al que pertenezco.

martes, 5 de enero de 2010

Retrato hablado de un cómplice

Cada nuevo día. Entre un recuerdo y otro, le llegaba a la mente la fruta incrustada en su espalda. No sabía ni el color, ni la forma. Fuerte y dulce, vagaba desde su omoplato izquierdo hacía todas direcciones: enredándose con marcas y lunares; flanqueando el contorno de cada hueso; dejando una rara estela que, poco a poco, se convertía en su nueva vestimenta, como si fuera una capa adicional de su cuerpo.
Al tiempo, un informe cristal se abría paso entre sus entrañas, buscando salida por las costillas o el pecho. No había manera para captar la idea en su totalidad ¿Qué significaba la fruta? ¿De dónde había salido?
Una herida sin lapso determinado. Estaba un dolor ligero en su memoria, pero no sabía si atribuirlo a la fruta. Grande o pequeña. Ya no era posible saber. Seguramente se hubiese desintegrado, y sólo quedase la sensación, profunda e insistente, que no se apartaba de ningún modo. Y el cristal continuaba buscando salidas; raspando las paredes con una flor de hielo.
Tal vez se limitara al fuerte ardor; al aroma que crecía, tanto en intensidad como en belleza; y a una especie de llama arrastrándose por todo el exterior del cuerpo. Explotando cada nervio. Deformando cada parte por donde movía su ambigua presencia, la cual, no cesaba de ondular, del más terrible y agotador de los pesos, hasta una levedad casi adorable.
Y, al fin, se vio cubierto, completamente, por el fuego y el aroma. Fue entonces que tuvo la última parte del cristal que venía creciendo en lo más desconocido de sí. La fantasía rompió su cáscara; le habló de la escena en el bosque; de la joven que apareció, luego de descubrir una estrella desmembrada, que reposaba en un basurero color sepia. Y algo dijo de unos ojos, por que los cristales realmente saben de eso. Unos ojos, sí.
Enfatizó en el encuentro del bosque. Le contó sobre el beso en la espalda. Lo narró con tal detalle y precisión, que no cabía ni media duda de que algo tuviese que ver.
Le mostró que la fruta provenía de dicho pasaje. Juntó ambas partes de la alusión, y saltó a la vista que no era otra cosa que una ausencia insoportable y cínica, que se mostraba en representaciones de los sueños en que ella aparecía a gritar su nombre bajo un manto azul.
Después, le hizo olvidar todo lo dicho, para que pudiera seguir soñando cada noche con ella, y despertar con la misma sensación en la espalda, hasta el día en que volviese a tenerla consigo para siempre. Como debe ser.
Así pasaba la ausencia. Recordando caricias; miradas; besos… Comparándolas con frutas y sombras, y nubes, y con todo lo posible. Mintiéndose para ocultar la tristeza que lo ahogaba por las noches, y lo hacía temblar junto al reflejo del mundo bajo la luna.
Repitiendo lo mismo cada nuevo sol; guardando todo en un cofre mental, que se abrirá sólo cuando el tiempo sepa que los pies se le están desmoronando; que hay una clase de amor que está fuera de sus manos. Llámese fruta, lejanía, o soledad, siempre se puede salir intacto.
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