domingo, 9 de agosto de 2009

A Leonora Carrington

Esa veloz inflamación del Dios que se derrama.
Descubro la violencia y el viaje de un tiempo,
caparazón de selva y cascada,
razón-canto de los efluvios que desde el ojo,
de las imágenes que desde la mente,
de lo que en cualquier sitio nace.

El antílope que deja de ser planeta
y no rehúye a la visión de su rostro,
fuera está la figura, de la simple anécdota del mar.
Quizá es luna,
un remanso embozado en vientos:
reflejo de algo que no tiene nombre ni flor.

Desgarro la idea de un sentir traído del ático,
los infiernos que emergen de un baúl de niño:
harapos que no alcanzan adjetivos,
esquivo paralelismo entre los espejos,
oscura dualidad en mención de lo otro.
Siempre apago la bóveda y no duermo.

Escépticas brujas parlotean un alma,
un caldero arde en la falta de luz,
el desquicio del sueño recae
y hay nubes de candor de ave:
laberinto de los colores y las formas.

Esa gloriosa aniquilación de lo externo.
Solo queda volverse juguete de una rueda propia,
dejar el ídolo que se despluma frente al templo:
salir volando por la ventana y nunca brotar del cofre.

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